Construir y habitar: ética para la ciudad
Richard Sennett
Anagrama
Primera edición, 2019
ISBN: 978-84-339-6433-5
430 pp.
Construir y habitar aparece en el momento en que el urbanismo reflexiona en sus planteamientos como disciplina, como ejercicio profesional y como objeto de estudio interdisciplinar. El libro se puede leer como una aproximación complementaria a las reflexiones que el mismo autor ofrece en su ya clásico título Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental de 1997, donde el sujeto de la lectura es el habitante de la ciudad, o bien como una continuidad de la relación entre sujeto y materia, esbozada en El artesano de 2009.
La gran diferencia que plantea esta nueva publicación es que las letras de Richard Sennett han ganado madurez; transparentan una experiencia decantada a través de su visión como sociólogo, docente en el MIT, planificador de la ciudad y consultor para diferentes organizaciones, como ONU-Hábitat. Su camino profesional se corresponde con una discusión teórica que dialoga con las voces de Le Corbusier, Mumford o Jane Jacobs para contraponerlas a los argumentos kantianos sobre el papel de la ciudadanía en la construcción de la ciudad.
El objetivo principal de Construir y habitar, como lo declara el mismo Sennett, es repensar, desde una visión pragmática, la construcción y planificación de la ciudad, de modo que el urbanismo no se quede únicamente en el diseño formal del lugar o en la planificación urbana –tan exaltada por los postulados de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM)–, sino que se comprenda la necesidad de trascender y resaltar el papel que juega la experiencia del habitar en el entendimiento del espacio urbano.
El texto se presenta en cuatro partes con propósitos claros y bien delimitados. La primera expone un breve contexto histórico sobre el nacimiento del urbanismo; la segunda explica sus aplicaciones e implicaciones durante el siglo XX; posteriormente se acota la apropiación de los modelos de planeación en las últimas décadas, y por último, Sennet construye los elementos necesarios para definir su propuesta de una “ética de la ciudad.”
El argumento fuerte del libro queda explícito desde la introducción. Mediante un acercamiento metodológico desde la ética kantiana, Sennett explora una definición del espacio desde el urbanismo. A partir de ello construye un aparato conceptual sobre la dicotomía de la ville y la cité, para establecer las diferencias entre el medio construido y el espacio habitado: “Hoy, Nueva York, los atascos de tráfico en los túneles defectuosamente diseñados pertenecen a la ville, mientras que la carrera de locos que impulsa a muchos neoyorquinos a los túneles al amanecer pertenece a la cité.”
En el primer capítulo, “Las dos ciudades,” se profundiza en ambos conceptos. Sennett argumenta que, en la historia de la ciudad, esta polarización surge en el momento en que se distinguió la ciudad de dios de la ciudad del hombre, es decir, el espacio que habitan los cuerpos se dividió del espacio del cuerpo concebido. Durante esta separación, personajes como Cerdá o Haussman “tomaron el control” sobre la planeación de la ciudad y defendieron la idea de que con la planificación del espacio físico se podía incidir en los comportamientos de los habitantes, y se relegó a un segundo plano el papel que tomaba la propia población sobre su entorno.
“La dificultad de habitar” recorta la brecha conceptual de la ciudad de los planificadores y de aquéllos que viven la cotidianidad de la urbe. En este segundo capítulo se plantea que a la visión tecnocrática de la planificación se le deben sobreponer los ejercicios de autogestión, de resistencia y de apropiación ciudadana en tanto que alternativas para construir la ciudad. Para ello es necesario cuestionar la apuesta hegemónica de principios del siglo XX de la arquitectura –con mayúsculas– como la única disciplina encargada de discernir el futuro de las urbes.
Respecto a los nuevos enfoques que debería abordar el estudio de la ciudad, en el tercer capítulo, “Cómo abrir la ciudad,” se reconoce que la planificación del espacio físico ha empezado a quedar en un segundo plano gracias a las nuevas formas de sociabilizar y trabajar debidas a los medios virtuales. Sin embargo, las relaciones cotidianas siguen siendo imprescindibles; la compra en la tienda de la esquina, la charla con el portero del edificio o la búsqueda de un café desconocido obligan a repensar las prioridades en el desarrollo de la ciudad tal como se ha efectuado hasta hoy. La exhortación es vehemente en este capítulo: hay que dejar de pensar en un urbanismo de planes desde el escritorio para empezar a construir un urbanismo desde la calle.
Uno de las principales planteamientos del libro se presenta en el último capítulo, “La ciudad abierta,” a modo de una invitación a repensar la planeación desde la construcción colectiva de técnicos y habitantes a través de la autogestión, conforme a lo que el autor denomina una conexión ética entre el urbanista y el urbanita, la cual tiene como eje central la idea de “vivir entre muchos asumiendo el compromiso con un mundo que no es el espejo de uno mismo.” En consecuencia habrá que asumir el rol del técnico más como un mediador entre las ideas de las comunidades y la formalización de los requisitos de las propuestas de ciudad.
Del vasto repertorio de referencias teóricas en las que se sostiene este libro cabe resaltar dos clásicos del urbanismo con los que guarda mucha proximidad. La estrecha relación con su posicionamiento epistemológico y con las bases de su propuesta para una nueva ética de la ciudad hace importante detenernos en los puntos en que confluyen y se separan.
En el caso específico de los dos conceptos bajo los cuales Sennett estudia la ciudad –la ville y la cité–, es posible encontrar una similitud con la triada espacial que propuso Henry Lefebvre en La producción del espacio en 1974. Allí definió que el espacio se podía entender desde lo percibido y vivido, es decir, desde la comprensión de la fragmentación del espacio físico y de sus habitantes. Sin embargo, a diferencia de Sennett, Lefebvre reconoce el papel que juegan los tecnócratas como actores en la construcción de la ciudad a través del espacio concebido.
Aunque metodológicamente Lefebvre plantee fragmentar el espacio, ambos autores entienden esta “fisura” desde una visión dialéctica, en la cual no hay espacio sin que exista un ente que lo habite y lo vuelva conmensurable. En esta medida, lo vivido y lo construido no se pueden concebir como categorías referentes a lo social y a lo físico, sino como dimensiones que permiten entender las prácticas sociales que le dan sentido al lugar; por lo tanto, la relación entre ville y cité es indisoluble.
Pareciera que Sennett se adelantó a los acontecimientos recientes, en los que nuestras prácticas cotidianas han cambiado debido a la contingencia de salud pública que nos ha forzado a construirnos en un espacio virtual. Ya desde el 2001, François Ascher, en Los nuevos principios del urbanismo, señalaba la necesidad de reconocer los cambios producidos por la revolución informática. De acuerdo con él, la aceleración del ritmo de la ciudad debería modificar las formas en las que se relocaliza y desincroniza el territorio. Si bien Sennett no presenta una idea novedosa para repensar la metrópolis en el marco de la era digital, resulta pertinente su señalamiento de que a pesar de todos los cambios que puedan ocurrir en las vivencias de lo urbano, la construcción de la identidad sigue siendo fundamental no sólo para la comprensión del espacio, sino para la construcción del urbanita.
No es mi intención restar reconocimiento a los aportes del libro en el estudio del urbanismo; sin embargo, desde una impresión personal reconozco que, al terminar de leerlo, me quedé con un pequeño sinsabor ante el gran trabajo del autor por plasmar la división entre la construcción del espacio físico y las lógicas de sus habitantes sin profundizar lo suficiente en reconocer la importancia que tienen los marcos económicos y políticos al momento de moldear las dinámicas urbanas contemporáneas.
Algunas preguntas que quedan abiertas parten de la necesidad de plantearse si la construcción de la “ética del habitar” no debería empezar por incluir procesos “exógenos” a la ville y la cité, con reflexiones sobre el papel de las grandes migraciones interplanetarias, la fragilidad del medio ambiente e incluso el impacto que tiene una pandemia en el aparentemente invencible neoliberalismo.
Camilo Alejandro Moreno Iregui
Hotel Mexico. Dwelling on the 68 Movement
George Flaherty
University of California Press
Primera edición, 2016
ISBN: 9780520291072
316 pp.
Hotel Mexico. Dwelling on the 68 Movement es un título que va cobrando fuerza y sentido con cada página leída. El Hotel México que no fue, que se imaginó y se publicitó, pero nunca se concretó, es usado por George Flaherty para estudiar y ejemplificar la relación de hospitalidad entre el gobierno mexicano y la ciudadanía en los sesenta. Desde esta tensión analiza la dimensión espacial y la memoria colectiva que gira en torno al movimiento estudiantil y a los Juegos Olímpicos.
La metáfora construida entre el hotel y México implica una relación de poder donde la ciudadanía mexicana es tratada como huésped por el partido hegemónico autoritario del momento: el PRI. Al encontrarse bajo las reglas estrictas de un gobierno, las personas asimilan un papel pasivo de consumismo de los espacios y convierten a la ciudad en una metrópoli de extraños, sin derechos y en constante vigilancia.
Esta imagen de nación se ve abstraída en los procesos de concepción, diseño y construcción de edificios y en las claras intervenciones urbanísticas. El Hotel México (WTC), el Anillo periférico, Tlatelolco y toda la infraestructura necesaria para albergar los Juegos Olímpicos son sólo algunos de los ejemplos que el autor exhibe para demostrar las dinámicas “invisibles” de violencia y explotación económica detrás de las fachadas modernas.
Por lo tanto, al retomar el espacio urbano como contenedor de esta memoria colectiva y del duelo intermitente, George Flaherty reconstruye la idea de la Ciudad de México de 1968. A través de la crítica urbana, traza las líneas que convergen en la creación de la atmósfera perfecta para albergar dos eventos tan catárticos y simbólicos como lo fueron el movimiento estudiantil y los Juegos Olímpicos.
A pesar de desarrollar un tema absolutamente mediatizado, la aportación de Flaherty recae en su mirada urbana y su crítica a la relación del Estado con la nación, no delimitada por el momento de la matanza. Las líneas transversales que desenmaraña y yuxtapone a lo largo de los seis capítulos culminan en el entendimiento de la masacre como síntoma de una estructura de sociedad fallida. En ella, los preparativos de los Juegos Olímpicos evidenciaron esta marginalización y segregación territorial que se había propagado por años.
El autor indaga en fuentes ignoradas por estudios anteriores –desde la inmersión en la prensa y los medios impresos hasta el análisis de murales. Despliega en cada capítulo información crítica e interesante que lleva al lector a cuestionarse sobre algunas facetas de la ciudad que podrían desarrollarse en líneas de investigación autónomas. Definitivamente, es una lectura que, a partir de su doble aproximación entre hospitalidad y hostilidad, generará una incomodidad que nos llevará a preguntarnos desde dónde se ha contado la historia, qué fisuras y duelos sigue cargando la sociedad mexicana y cuál es nuestra relación actual con el gobierno y los procesos de construcción y generación del territorio.
Pamela Caparroso Gutiérrez
Un habitar más fuerte que la metrópoli
Consejo Nocturno
Pepitas de Calabaza
Primera edición, 2018
ISBN: 978-84-15862-63-5
126 pp.
El Consejo Nocturno no es un autor ni un colectivo, es un eco del grito emitido por el Comité Invisible, nombre con el que una anonimidad, acaso colectiva, de la izquierda intelectual francesa ha firmado varios libros desde 2007. En resonancia con aquel llamado, una masa indefinida de escritores mexicanos alentados por la coyuntura del movimiento telúrico que azotó a la Ciudad de México en septiembre del 2017 publicó este libro de ensayos con la invitación de disponernos a la revuelta. Autoproclamados admiradores de Deleuze y Guattari, los miembros del Consejo arremeten anárquicamente contra el producto consumado de la esquizofrenia capitalista: la metrópoli.
El libro que aquí se reseña es un conjunto de ejercicios literarios que se divide en nueve emisiones intermitentes de un mismo aullido. Comienzan con la definición de la metrópoli en un llamado a defender lo habitable, prosiguen con la descripción del individuo metropolitano y terminan con la propuesta de una alternativa desde lo común. Para provocar al lector a que se perciba en la metrópoli como en un campo de concentración –en un reclusorio total a cielo abierto–, la antología transcurre de tal forma que la asfixia de saberse oprimido crea la certeza de que la batalla debe comenzar de inmediato.
Si hay que romper con el paradigma del gobierno en favor de un paradigma del habitar habrá que defender los territorios fuera del poder y en su contra, en oposición al capitalismo que sobrepasa los límites de lo corpóreo. Si para salvar el territorio hay que enfrentarnos a la metrópoli –cuya línea de frente parece indefinida– y al poder, que ha acabado por mimetizarse con el ambiente mismo, se necesitará habitar con la entraña para así contrarrestar los problemas globales que han surgido como consecuencia de las infraestructuras que constituyen los megadispositivos metropolitanos. La metrópoli global integrada es el proyecto y el resultado de la colonizaciónhistórica occidental a manos del capitalismo, para el que habitar en plenitud constituye un gesto revolucionario anti-biopolítico. Por lo tanto, radicalizarnos y adoptar la propensión telúrica de tomar los territorios nos revela un camino que se bifurca: de una parte, el “telurismo”; de la otra, la“metropolización.”
La metrópoli se propone como la síntesis de todo territorio y la ruptura de la dicotomía entre lo rural y lo urbano. En la ciudad se proletariza cada momento de la existencia; sin embargo, la urbe necesita del ser humano en cuanto ser pensante y agente que activa los mecanismos que la mantienen. “Para una genealogía de la metrópoli” habrá que entenderla como el espacio de lo creado: un clima ideológico que integra eficazmente el design en todas las dimensiones de intervención, según un proyecto destinado a reorganizar la producción, la distribución y el consumo del capital. En la metrópoli que subsiste, lo que predomina son los modos de socialización limítrofe –apenas perceptibles– de individuos que actúan sin convivir en realidad, porque la metrópoli reúne lo separado, en cuanto que separado, pues no le sirve de otra manera.
“La metamorfosis del trascendentalismo metropolitano” impide que las ciudades crezcan; por el contrario, impone periferias que se expanden y convierten la metrópoli en la disolución de todas las clasificaciones de la modernidad naciente. La metrópoli crece como el ordenamiento sui generis de los territorios y se superpone a ellos; organiza los espacios y los tiempos que persigue –racional e irracionalmente– el capital. Es la ruptura de la oposición hombre-naturaleza, a la cual se superpone el dominio total del hombre, los lugares se vuelven intercambiables y se puede vivir indistintamente en un lugar o en otro. La metrópoli representa la rabia impaciente por abolir la materia con el tiempo, pero fracasa contundentemente, pues conquista una autonomía que pertenece a una falsa naturaleza.
Somos el turista que vive a distancia la baquía del espectáculo, que comercializa experiencias y habita en la metrópoli ya convertida en una máquina de confort. Ahí, en la ciudad madre, en la institución total en la que todos somos anfitrión y huésped, el individuo metropolitano no sabe hacer nada: espera que la metrópoli temporice y cronometre cada momento de su vida. “Si esto es un hombre,” el ciudadano metropolitano es el producto de una incorporación de los flujos y los ritmos de la economía, de los que depende como si de su propia respiración se tratara, cual drogadictos de la producción. Las tecnologías de gobierno, las infraestructuras diseñadas como sistema de circulación de mercancías y poblaciones, con su perenne previsibilidad y su programación milimétrica, conducen a una multiplicación de no-lugares donde nada acontece. Predomina una condición generalizada de extranjería: la metrópoli destruye el habitar y permanece inhabitable.
La metrópoli ha provocado la colisión del campo y la ciudad, pero, al contrario de lo esperado, ha traído un incremento de las alienaciones yuna multiplicación de los dispositivos que se interponen entre cada uno de nosotros, porque bajo la metrópoli, la cárcel se confunde con el resto del tejido urbano. Ante la “miseria del alternativismo” de las propuestas reformistas, necesitamos la “construcción positiva de una potencia,” porque una forma social nueva no se funda en la antigua. No se puede librar la batalla contra el capitalismo en la ciudad o en el campo, sino fuera de ambos. Si es verdad que la distinción campo-ciudad aparece con el Estado, hay que colocarse al margen de éste e inscribir la organización en sus afueras, no a causa de su ausencia, sino de su exceso. Para salir de la metrópoli partiremos de la conformación de un nosotros que resuene cuando alguien dice yo, para devenir una fuerza autónoma comunitaria que no comparta nada con el capital.
La fabricación de una posibilidad necesita la recuperación del nexo fundamental entre habitantes y territorios, para producir a partir de ello una forma-de-vida sin la metrópoli. De inicio habrá que buscar las zonas de excepción relegadas sistemáticamente de todo amparo gubernamental, en las que la vida empieza a ordenarse en orificios. “Habitar –es decir, destituir el gobierno” a partir de un nuevo urbanismo, aquél que será la puesta en escena de la incertidumbre– no tendrá que ver tanto con límites cuanto con las nociones expansivas que nieguen las fronteras. Se buscará todo aquello que signifique la composición de comunidad y que tenga como norte la creación de poder popular. Entre las ruinasde la metrópoli nace el habitar como una reconquista de la presencia del mundo para mantener la potencia propia de actuar de otras maneras. Habitar es devenir ingobernable.
“No hay revuelta metropolitana” sino la praxis sin gobierno. Tras analizar el cadáver de esas arquitecturas que conglomeran a millones dentro de una participación pasiva en el gran sueño, descubrimos que lo que fue históricamente construido puede ser políticamente derribado: la “revuelta es contra la metrópoli.” No se puede habitar en la metrópoli, lo inhabitable por excelencia, sino contra la metrópoli. No hay alternativa. Habitar es un entrelazamiento de vínculos, es pertenecer a los lugares en la misma medida en la que ellos nos pertenecen; habitar un territorio es experimentarnos territorialmente a nosotros mismos; habitar lo real antes que gobernarlo es ya una forma de subversión en la metrópoli, pues entraña una ruptura con toda lógica productivista. Destituir el poder es privarlo de su fundamento: habitar insurreccional.
Contrario a las arquitecturas del espectáculo, la no-arquitectura quiebra la eficacia infraestructural en la metrópoli en tanto que cada trazo, cada gesto, cada uso suscitan formas en un espacio singular. Habitar dentro de la no-arquitectura se inscribe siempre a tal escala. Hay tantos territorios como formas-de-vida que los habitan. No se trata de ocupar, sino de ser el territorio, para convertir la morada en el bosque entero. Los “elementos para una no-arquitectura” parten de que el habitante sea aquél que haga uso de su territorio; ésta es la esencia de la “construcción vernácula,” cuya propensión vital es defenderlo, ya que éste es una extensión más de su forma-de-vida. La no-arquitectura es un juego de azar que se construye mientras se recorre, según se descubre, se habita. Un montón de espacios heterogéneos dan vida a eventos inesperados, sin programación alguna: es el espacio de lo percibido y de lo vivido, de lo simbólico y lo significante: el espacio de lo posible.
A primera vista, la antología parece abrumadora. Se lee como un ataque de ansiedad que revuelve el estómago por efervescente; empero, lo tranquiliza por clarificante. Se debe leer el texto que aquí se reseña sin prisa y con esmero, tener por seguro que no cumplirá expectativas –si es que se tenían– pues su finalidad no es entretener, mucho menos ilustrar. Este texto fue escrito para incomodar y confundir hasta la desesperación de sentir que no se ha entendido nada –y probablemente sea cierto, sin embargo, aseguro que el lector se sentirá en todo momento identificado.
La taquicardia de vivir la metrópoli nunca ha sido tan consciente; el sudor de las manos y el eco zumbante de las voces ajenas que nos dicen sinsentidos. Queda hinchar el pecho de aire, imaginar una geografía y una historia más amplias en las que cada región está de acuerdo con sus propias razones para existir; queda insinuar lo común en el momento en que una miríada de formas-de-vida se congregan material, espiritual y guerreramente en un “nosotros,” para comenzar así a hacer juntos. Hay que cambiar el mundo sin tomar el poder, pero constituyendo una potencia. Fragmento a fragmento, la reapropiación de lo común se prosigue. “Una vez más: hacia una intercomunal.”
Lillian Martínez Villazón Robledo
Reseñas de Libros
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