¿QUÉ LE
DAMOS, GÜERA?
LOS MERCADOS ESTÁN VIVOS Y HABITAMOS EN ELLOS
Texto: Samantha Olivier Abarca Vindas
Fotografías: Vladimir Balderas
I. LA INTRODUCCIÓN
Desde pequeños necesitamos relacionarnos con los demás. Esas relaciones básicas que desarrollamos con la familia directa rápidamente se vuelven más complejas y alcanzan horizontes más lejanos.
Existe todo un mundo de relaciones: conocidos, amigos, más que amigos y no tan amigos, vecinos, hermanos, primos, los que saludamos de vista, los que merecen un abrazo, los que no, a quienes llamamos señor, licenciada, arquitecto, a los que no les llamamos por su nombre sino por el adjetivo que desde nuestra humilde opinión su coeficiente intelectual merece, a los que es un privilegio dirigirse, a los inesperados, a los desconocidos. La vida hace que diariamente nademos entre niveles de confianza por gusto y por necesidad, o a veces sin saber por cuál de las dos razones. Todos van acomodándose en nuestra vida, sean fugaces o permanentes. Aquí entra la dificultad de distinguir a veces qué es mi casa y qué no, ¿hasta dónde llega?
Pensando en esto me asaltó un recuerdo muy querido, de esos que uno se repite en la cabecita una y otra vez cuando quiere sentirse feliz. De los pocos recuerdos que tengo de mi abuelo está el día que fuimos al mercado de cositas navideñas a comprar el repuesto de un foco rojo de la serie de luces. Me acuerdo que había mucha gente, mucha brillantina, mi abuelo con camisa de cuadros. Me acuerdo que, por cierto, nos topamos a un señor que saludamos y que luego de varios años fue presidente de la república. Yo no voté por él. Pero en fin me acuerdo de un amasijo de gente sonriendo, comprando, saludando, mi abuelo… una mezcla difuminada entre mi casa y algo que era afuera pero que también se parecía a una caótica fiesta familiar.
Tal vez es esa sensación tan vívida por la que escribí este ensayo. Hay quienes calcularon que los supermercados podían acabar con los mercados, pero creo que han pasado por alto cosas que no se pueden sumar en la calculadora.
II. LA INSTITUCIÓN
Cuando se estudia la configuración de las ciudades existen denominadores comunes que es necesario definir para cada época y ubicación geográfica; sin embargo, la figura del “mercado” trasciende estos límites de modo que nos permite ubicarla fácilmente con todas sus variaciones en cualquier punto del análisis histórico de una ciudad, ya sea que tomemos “mercado” como sitio itinerante, permanente y estructurado arquitectónicamente, o como el mero concepto de intercambio. De ahora en adelante se tomará como acepción de “mercado” no el término abstracto de la economía, sino el concepto tangible, su connotación cotidiana. Incluye la apariencia –sea una estructura arquitectónica fija o efímera–, los aro-mas, los colores, las pláticas; es tan variado como mercados hay, tan legal como el sistema lo juzgue y como la gente lo permita.
Dentro de los componentes de un asentamiento o ciudad –en este caso, una ciudad o pueblo poscolonial–, aparecen instituciones imprescindibles para el momento, como iglesia, escuela, plaza, mercado y otros edificios públicos. Configuración histórica que, a pesar de haber cambiado algo con los años, al día de hoy conserva algunos elementos, aunque su ubicación en el contexto urbano no se acople ya a paradigmáticos acomodamientos, sino que son los elementos los que se acoplan a la ciudad ya existente. Sin importar su orden, aún podemos reconocer los componentes mencionados en nuestro contexto. De ahí que no preguntemos: ¿qué vuelve imperecederas a estas instituciones? Cada una de ellas tiene su propio fundamento que la vuelve vital. La escuela, por su función de instrucción es insustituible; no se puede dejar de educar a los nuevos seres humanos ya que el conocimiento, los principios de convivencia y las “verdades universales” correrían el riesgo de perderse. En razón de la misma perpetuación, la iglesia y demás templos no pueden omitirse. El mercado, como lo conocemos la gente de a pie, sobrevive por la necesidad de compra-venta, que en otras épocas correspondió al trueque, intercambio en todo caso, esa necesidad inherente a la vida humana misma. Hoy nos sigue pareciendo válido el concepto de mercado como elemento de la cotidianidad.
Weber 32107N1 examina algunas instituciones urbanas fundamentales. En primera instancia, define la ciudad en términos económicos, allí donde la población local satisface una parte relevante de sus necesidades económicas en el mercado local y una parte también esencial en los alrededores. “Toda ciudad en el sentido que aquí damos a la palabra es una ‘localidad de mercado’, es decir que cuenta, como centro económico del asentamiento, con un mercado local”. 32107N2 Sin embargo, el sentido de un mercado no es solamente económico, sino que se entrelaza fuertemente con las estructuras sociales. “Entre compradores y vendedores se establece un contrato social, voluntario y fugaz; se desarrolla una relación entre extraños, y esta relación favorece el abandono, aunque sólo sea temporal, de otros grupos sociales”. 32107N3
III. El capital
El capitalismo domina la economía mundial, y por ende también a los mercados. Según la teoría, los mercados están condenados a una desaparición inminente, aunque se venga diciendo desde hace siglos. Esto detona una ramificación de la pregunta primera: ¿por qué algo condenado a ser obsoleto se vuelve una institución tan irrefutable como una escuela o un templo? En el siglo XX, como resultado de un capitalismo excluyente, se estructura la economía en un primer sector moderno y formal con un desarrollo claro y justificado, y un segundo sector marginado del desarrollo, atrasado y rudimentario, el denominado sector “informal”. Éste se caracteriza por marcados contrastes, una organización rudimentaria (que en la práctica puede alcanzar niveles desarrolladísimos), carecer de división clara del trabajo, no tener necesidad de clasificación oficial para el recurso humano ni estándares preestablecidos que cumplir, y un manejo de volúmenes reducidos. A este sector “rezagado” se adosa el desempleo, con sus filas llenas de individuos con necesidades como las de cualquier otro.
Tanto vendedores como compradores son pobres; no obstante, el éxito del capitalismo –a decir de sus defensores–, mermaría su pobreza en la medida del “progreso” hasta la desaparición, acontecimiento que desde luego no ha pasado y se ha convertido en otro más de los errados vaticinios del modelo capitalista. Las mismas deficiencias del sector formal significan fortalezas para el mercado informal y su permanencia. 32107N4
IV. LOS HUMANOS
Una de las grandes deficiencias del sector formal es la deshumanización de los procesos y las intermediaciones, tan estructuradas como máquinas. El sector informal mantiene la misma calidad humana ofrecida en sus inicios en el ágora ateniense o en los mercados de trueque prehispánico y medieval. Muchas personas opinan que les es más conveniente comprar en mercados o puestos de comercio no corporativo por el contacto directo que tienen con los comerciantes y por-que son conocidos. En el mercado, los productos son menos genéricos que en un supermercado, así como las personas. Tienen nombres propios y no se llaman cliente, se llaman amiga, seño, güero, hijo. En el mercado no aparece la noción de sociedad anónima de capital variable.
Este sector informal al que nos referimos desde el principio es lo que llamamos “mercado”, donde caben dos acepciones: la de mercado establecido en un punto fijo con estructura arquitectónica permanente y el “tianguis”, efímero aunque fijo (punto que se ahondará más adelante). Podemos ver al mercado comportarse como una pequeña sociedad, incluso como un pequeño asentamiento. Existe dentro del ámbito de la informalidad una estratificación social donde son identificables un proletariado y una pequeña burguesía. 32107N5 A su vez, estas sociedades son productos culturales de la sociedad, no sólo de la actual, sino que se originan y desarrollan a lo largo de la historia hasta tener trascendencia en ella.
El mercado tiene un papel tan trascendente en la ciudad, que se convierte en indicador y referencia imprescindible, por igual para los núcleos urbanos masivos como para los asentamientos que ni siquiera aparecen en los mapas. Su perdurabilidad ante los siglos la debe a su fundamentación social y cultural. El mercado no se vuelve obsoleto nunca, aunque parezca económicamente justificable que suceda. Se mantiene vivo por la sociedad misma.
Según Norbert-Schulz, 32107N6 el hombre “reside” en diferentes dimensiones: desde espacios muy amplios, como una ciudad o el campo, hasta los más pequeños objetos que podemos sostener con nuestras manos. Por otro lado, el hombre forma imágenes a partir de su alrededor. Necesita nodos que se constituyan en “lugares señalados e inolvidables”, como lo dice Kevin Lynch, y esto adquiere particular importancia en el caso de las culturas de “puertas para afuera”, en donde la vida pasa también al exterior de la casa, donde los aconteceres fuera de la vivienda tienen un gran peso en la vida cotidiana, característica a la que se tiende en el caso latinoamericano.
También hay casas con un carácter público. Esto significa que persiste en ellas parte del nivel urbano, o que el reino público es reconocido como una extensión del mundo privado, de manera que el hombre puede decir que “reside” en los edificios públicos igual que en su propia casa. En otras palabras, el concepto de hogar puede tener un margen de variación. 32107N7 Al concepto de “residencia” se volverá más adelante. Por otra parte, se ha relativizado el valor de los mercados al compararlos con los nuevos conceptos aceptados para el intercambio comercial, como centros comerciales, malls y supermercados. Se tiende a caracterizar y asociar a los mercados, que más que objetos son sucesos, con las características propias de los nuevos conceptos aceptados (que son en totalidad un objeto). En consecuencia, se busca validar al mercado conforme a las coincidencias que tenga con alguno de estos conceptos económicos. Entonces, una estructura arquitectónica fija justifica un mercado en el marco de la legalidad.
De modo que tal sería la razón por la cual sobreviven los mercados: su calidad de punto legal de intercambio. Si un mercado sigue existiendo es porque está permitido que exista, aun-que sea porque resulta ser un monstruito con atisbos de seudo centro comercial (¿no debería ser al contrario la relación?). Pero resulta burda esta justificación ante la pregunta: ¿qué pasa con los tianguis?

El término “tianguis” es reconocido por la Real Academia de la Lengua Española (RAE), en cuyo diccionario presenta una escueta definición que solamente remite a un sinónimo: “mercado”. Sin embargo, como es común en estas definiciones de términos regionales y con orígenes culturales ajenos a la cultura oficial, se ha quedado corta la Real Academia una vez más. Duhau y Giglia 32107N8 desmenuzan un poco más la descripción. Explican que es un término de origen náhuatl para denominar a los mercados que se establecen en la vía pública en determinados lugares a lo largo de la semana, en los que se pueden adquirir diversos productos de uso cotidiano. En los tianguis conseguimos desde la canasta básica hasta ropa, calzado y productos de todo tipo, principalmente en los tianguis especializados. Su característica “ambulante” se debe traducir mejor como condición semifija que les permite ubicarse estratégicamente en áreas de gran afluencia de público.
A esta definición se debe agregar que no se trata de un fenómeno exclusivamente limitado al entorno urbano o a un centro económico, pues su relación con el campo los coloca justo en medio, como puente entre ambas riberas. En esta característica, que puede intuirse compartida con los mercados convencionales, se encuentra justamente otra de las grandes diferencias. El tianguis conlleva la relación campo-ciudad, de manera que el pequeño productor es partícipe notorio mucho más que en cualquier otro establecimiento comercial.
Velázquez 32107N9 señala el origen de este modo comercial en los mercados, tianguis, prehispánicos, cuya función era propiciar una relación entre el campo y la urbe, sin permanecer forzosamente en una ciudad, toda vez que participaban de un sistema de rotación que obedecía al desarrollo de la población. Se colocaban con facilidad en las plazas, centros sociales y de confluencia, donde, así como se plantaba un mercado, también se hacían fiestas y posteriormente canonizaciones, ejecuciones. En ello se resalta la condición de suceso del mercado, ante lo cual, su actual atributo como objeto parece más una distorsión de su verdadera esencia. El fenómeno de mercado era equiparable al de los demás eventos que sucedían en la plaza, tan válidos como los eventos religiosos y políticos, dignos del espacio.
Habíamos insinuado que su condición “itinerante” era relativa, pues ¿qué tan itinerante es aquello cuyas coordenadas espaciales y temporales se conocen indudablemente? De modo que la calidad arquitectónica se yuxtapone con la calidad urbana, es decir, el tianguis existe en el ámbito urbano, pero su cualidad arquitectónica (o falta de ella) lo vuelve invisible. Esta característica de existir y no existir es lo que los coloca en el campo de la ilegalidad, pero también les da el poder de invalidar la teoría de la desaparición de los tianguis. Las personas y la sociedad son quienes los hacen existir aunque no existan.
Por otro lado, algunas funciones económicas justifican la persistencia de esta modalidad comercial, pues constituye los nervios centrales para articular la economía mercantil simple o campesina con la economía capitalista nacional y a veces internacional. 32107N10
Los mercados en general propician un espacio, una micro-sociedad donde se desarrolla una cohesión de grupo que permite tener una organización altamente funcional para la sobrevivencia de los propios comerciantes –misma que incluye a productores e intermediarios, pues ambos conviven en este mercado–, y así enfrentar la realidad adversa del mercado laboral formal que propone el modelo capitalista. Los tianguis están integra-dos a un sistema más amplio, una red regional de mercados que permite el intercambio de los productos de la zona, así como un volumen global de productos suficientes para asegurar una especialización comercial. 32107N11
El tianguis se puebla con puestos que nacen o se convierten en negocios familiares. Por este rasgo, bailan en la delgada línea que limita la vivienda del espacio comercial. Con esto generan dinámicas mixtas que no distinguen mucho entre lo doméstico y “lo de afuera”. Tales relaciones ya no podemos llamarlas sólo comerciales ni económicas, y nos van dando ganas de llamarles humanas. El intercambio no es nada más comercial, sino de experiencias, pleitos, aromas, colores, paisaje, pláticas y cotidianidad.
Este lugar se desvanece paulatinamente ante nuestros ojos absortos en un mundo efímero de lonas y mesas desarmables que se difumina con la calle. A medida que entramos en este espacio –muchas veces, cuando pasamos por ahí, no somos capaces de reconocerlo sin los puestos–, sentimos cómo ya no somos tan extraños unos con otros como lo éramos unos pasos antes, cuando no nos cobijaban los colgajos de colores que ahora atenúan el sol. Salimos de la casa, caminamos ajenos y luego ingresamos a un espacio que no es del todo interior pero donde podemos distinguir, aunque difuso, un acceso. La apertura permanente del lugar acoge y da la continuidad que confunde los espacios. “Esta continuidad del espacio existencial se da por la abertura como elemento que hace que un lugar esté vivo, puesto que la base de toda vida es la interacción o influencia recíproca con el ambiente alrededor”. 32107N12 La casa es adentro, el mercado es adentro, la plaza es afuera; el tianguis es ¿adentro y afuera?
Los espacios públicos también se pueden constituir en espacios de “residencia”, especialmente en formas de vida que conviven popularmente y privilegian el ambiente común público. Para Heidegger, “residencia” (o “habitar” en otras traducciones) es el principio básico de la existencia. Se habita o se reside en el ser ahí, en el hogar, entendido como la casa familiar o propia, o como el espacio en el que habito aunque sea momentáneamente, como los espacios públicos donde se dan relaciones humanas. “La relación del hombre con los lugares y, a través de ellos, con los espacios, consiste en la residencia”. 32107N13 Las experiencias vividas dentro de los espacios son parte del lugar y afectan a quien lo vive. La índole comercial, pero a la vez doméstica, de las experiencias en el contexto de los mercados (más palpablemente en los tianguis por sus características arquitectónicas o no-arquitectónicas), se confunden con particular fuerza en este entorno.
Las relaciones humanas de cercanía que tenemos en el mercado se parecen, en el trato, más a las cotidianas familiares que a las que tenemos en otros muchos lugares fuera de la casa. Es algo más parecido a la confianza; no es necesariamente que todos sean confiables, sino que experimentamos la sensación: en la posibilidad del “regateo” (la negociación, la flexibilidad); en la posibilidad de encontrar un mejor precio, subyace la tranquilidad que puede transmitir un mejor trato (ahí de cada quien), de “tú a tú”, más el “pilón” y la rebaja como acto esperado e inesperado a la vez, símbolo de acuerdo y camaradería. Allí se tiene la posibilidad de encontrar todo: lo caro, lo barato, lo lujoso, lo popular, lo raro, lo común, lo exótico, lo extranjero, lo autóctono.
La persistencia de las relaciones interpersonales en el contexto del mercado permite estas expectativas y eventos de intercambio relativos, que no tienen la fijeza del trato comercial formal. Esas relaciones se parecen más a las que hay entre vecinos, la gente del diario, la gente que vemos casi tan seguido como a nuestros convivientes. De vecino a familia hay un salto (que pasa a través de un par de paredes), de marchante a vendedor hay un salto, de familia a señor del puesto hay un salto. Las lazos obtenidos así se vuelven más personales que en un supermercado, por obvias razones y porque podemos tener con ellos algo que vuelve a esos entes en personas: un chiste, un diálogo (impensable con un aparato que escanea códigos de barras) con alguien que quizás no trae uniforme, alguien que se vuelve más persona, más igual que usted, no menos; la igualdad del trato ejercida como un deseo común; la posibilidad de marcharse y comprar en el puesto de al lado por un disgusto en vez de ir a quejarse con el gerente: una venganza más inmediata y con menos papeleo, no le compro y ya. O le compro y ya. Hasta puedo probar un poco.
V. LAS CONCLUSIONES
Los mercados seguirán existiendo mientras tengamos necesidad de humanidad, entendida como la plática, la experiencia sensorial, el chisme, las historias, la risa, el desempleo, la búsqueda de la sobrevivencia, la búsqueda de lo que sólo aquí puedo conseguir, la sospecha que despierta la falsedad de los discursos de los empleados de empresas de comida rápida entrenados para preguntar mi nombre y memorizarlo a lo largo de la comida como si fueran mi mejor amigo… de plástico.
Los mercados como germinadores de cultura popular dicen mucho de una ciudad o pueblo. Son depositarios valiosos del imaginario local; por lo mismo, víctimas constantes de la transgresión del proceso de globalización. No sólo en la oferta de productos se puede notar esto, sino cuando se les imponen reacomodos en espacios arquitectónicos que muchas veces no respetan la naturaleza de estos sucesos, sometiéndolos a condiciones que no les son propias, ubicaciones forzadas y situaciones rebuscadas para volverlos los objetos que no son en realidad.
La justificación de los mercados no viene de su desempeño económico únicamente, sino de su función social y cultural, en constante transferencia. Son espacios que se habitan con tan fuerte intensidad como una extensión de la vida en el hogar.

Samantha Olivier Abarca Vindas
Estudiante de la Licenciatura en Arquitectura Facultad de Arquitectura
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