Cuando leemos una publicación de arquitectura, casi todos damos por sentado que controlamos la información que se nos presenta; ya sea un libro, una revista, una tarjeta postal o una fotografía, asumimos que únicamente estamos ante un vehículo de transmisión de mensajes transparentes e inocuos –da igual si la consumimos en soporte impreso o electrónico. Esto se debe, al menos en parte, a que las publicaciones forman parte nodal de la manera como hoy construimos la realidad; todo tipo de medios y la reproducción de sus contenidos constituyen nuestra estabilidad. Sin embargo, una revisión superficial de la historia de las publicaciones de arquitectura nos muestra que se trata de objetos cambiantes que han respondido a las distintas condiciones y necesidades culturales de acuerdo con el tiempo y el lugar en que han sido producidas.
Al profundizar en las transformaciones de las publicaciones, podemos darnos cuenta del significado y repercusión de cada una de sus evoluciones; por ejemplo, los diez “libros” de la arquitectura de Vitrubio Polion estaban muy lejos de nuestro sentido moderno de libro. Lo mismo podría afirmarse de los tratados renacentistas, pues si bien nuestros libros contemporáneos comparten algunas de sus características –eran reproducidos mecánicamente, por ejemplo–, se distancian enormemente de ellos al contar con públicos masivos formados para decodificarlos, cuando aquellos circulaban en redes muy estrechas de profesionales; el universo en el que vivían era completamente distinto del nuestro.
Los tratados de arquitectura del alto Renacimiento también se distinguieron de todas las publicaciones relacionadas con la construcción anteriores a ellos en que contenían imágenes reproducidas mecánicamente. Los manuscritos de arquitectura medievales y de épocas anteriores carecían de gráficos, estaban compuestos –en su inmensa mayoría– sólo por palabras. Una de las razones de esta importante ausencia es que por lo general eran textos destinados a la lectura en voz alta ante numerosos grupos de personas –aprendices y oficiales de un taller de construcción preferentemente– muchos de los cuales no sabían leer ni tenían por qué saberlo. Antes de las publicaciones de arquitectura masivas, los libros, códices y manuscritos, además de memorizarse, se leían en voz alta –se escuchaban– como un acto colectivo.
La lectura como un acto individual en el que la interacción con los demás desaparece ocurrió ya bien entrada la modernidad. El ritual social milenario de la lectura en grupo fue destituido –junto con la cultura oral de la arquitectura– por una nueva forma de transmisión y consumo del saber dirigido a las masas. Para ellas surgió la publicación industrial con altísimos índices de reproducción. En el siglo XIX, el saber textual de la arquitectura fue definitivamente sustituido por el conocimiento visual de la disciplina: las palabras fueron desplazadas por las imágenes, ya se tratara de planos (plantas, fachadas o cortes), axonométricos, perspectivas, daguerrotipos o, finalmente, fotografías. Los edificios de otras tierras, en lugar de ser descritos por medio de la palabra de aquellos pocos afortunados que los habían visitado, por primera vez fueron observados en sus –traicioneras– reproducciones: las fotografías. Los medios industriales se convirtieron rápidamente en dispositivos democráticos que mostraban la realidad, o una versión de ella que es plana y carece de profundidad y movimiento.
Las vanguardias ensayaron múltiples estrategias para contrastar y yuxtaponer texto e imagen, con el fin de convencer visualmente al lector apresurado, reforzar el discurso moderno o difundir determinada ideología. Hoy, la democracia del conocimiento nos concede la ilusión de conocer –siempre parcialmente– todos los edificios, ciudades, paisajes y objetos del planeta, aun cuando no hayamos salido de nuestra ciudad de origen. Al mismo tiempo, debido a la velocidad desmedida de la producción de información, todo se ha vuelto mucho más efímero.
Vitales para cualquier investigación sobre arquitectura y utilizadas principalmente como fuentes confiables de información, es muy fácil pasar por alto que las publicaciones de arquitectura no transmiten información inocente, cristalina y transparente; el conocimiento que contienen y la forma en la que es presentado obedece en realidad a las intenciones de sus autores. La historia de la arquitectura moderna es inseparable de la historia de sus publicaciones. De hecho, es posible argumentar que la arquitectura moderna no nació en los experimentos tecnológicos y formales de los arquitectos europeos, sino en las páginas de los libros y revistas de inicios del siglo XX. La misma existencia de las publicaciones y sus lógicas han afectado profundamente la sociedad y la disciplina más allá de la información que difunden.
En muchas ocasiones, las investigaciones sobre medios impresos y arquitectura reducen su compleja y rica historia a simples números: tablas en hojas de cálculo, clasificaciones en pantallas o estantes, cronologías de ediciones o datos sobre tirajes. Las preguntas difíciles sobre los porqués de las transformaciones de una cultura o grupo social determinados –y el importante papel de la arquitectura y los medios en esas transformaciones– son sustituidas por estadísticas y catalogaciones inertes propias de sociedades e instituciones altamente burocratizadas. En este número esperamos reflejar algunos de los logros, estancamientos y horizontes de un campo de conocimiento –el de los medios y la arquitectura– que apenas comienza a definir sus territorios de trabajo.
Cristina López Uribe
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